17 de octubre de 2010

Cuento breve de terror (repetido)

La Pasión de Linares este Miércoles Santo por la calle Rea. Dani Pérez

La cama era una piscina extrañamente húmeda. Y el pijama un bañador que nunca se puso. Un sueño insportable lo había despertado nadando en sudor frío y pegajoso. La espalda era húmeda como la fachada norte de la Catedral y le caían gotas o eso se pensaba caer. Estaba condensado en aquella ropa por culpa del sueño de siempre, un sueño horrible por real. Por más que pagara aquella madre algo tonta un dineral por el psicólogo que era pronto en diagnósticos. Mientras al niño no me lo traumaticen de nuevo la cosa irá bien. Pero el niño no se fiaba. El niño en el sueño soñaba y recordaba cómo bajaba las escaleras, de dos en dos, o tres, o cuatro, según la prisa o la incertidumbre, o el miedo. Aunque el niño parecía gallego, que no sabe bien si subía o bajaba, si huía o iba a cerciorarse de lo que fuera. El caso es que 'aquello' era lo más que se podía acercar uno a aquello, la forma elegante y evasiva de referise al hecho que traumatizaba al niño. Aquello. Y desde aquello el niño no fue el mismo pero el psicólogo pudo llegar a fin de mes. Y el psicólogo no estaba dispuesto a renunciar a los pequeños placeres burgueses a los que se había acostumbrado y que consistían, entre otros, en cenar todos los días y tener algo más que limones en el frigorífico. El niño en su sueño era culto o algo pedante. Sabía aritmética y daba lecciones de francés en casa con una señorita de morbo elevado a cuyo padre sacaba los cuartos que daba gusto, con doble sentido eso del gusto, claro. Pero aunque recibía esas clases lo de si sabía o no francés era algo que no quedaba claro en la nebulosa fantástica de los sueños. Tampoco si lo que tenía era un mayordomo o un ama de llaves o si salía un mayordomo que se cepillaba al ama de llaves de vez en cuando. El niño tenía sus sueños a lo erótico como todo el mundo y más depsués de clase de francés. Y así luego confundía lo de quién jodía a quién. En su recurrente sueño, el relato vivido pero fantaseado de aquello, era él el que sufría los males del corazón y se quedaba jodido sin encamarse. Una mañana el mayordomo le había dicho que la novia que no tenía le había traicionado y puesto una osamenta digna de lucir en el Bahía de Palma, aquel barecillo de la esquina que hacía esquina y por el que pasaba a diario con mochila y sueño.

El sudor lo despertó. O el frío que sigue al sudor frío. La cama seguía ahí, blanca, húmeda, pegajosa o fría. O el mayordomo que había dejado al ama de llaves feliz y contenta. O insatisfecha. El niño era todo sudor y dudas a estas alturas. Ni siquiera tenía muy claro cómo era posible tener mayordomo y ama de llaves a la vez. Aunque ya se sabe que para el amor no hay nada imposible y bajo aquel techo algo pobre de su casa con plaza por delante todo era posible. Hasta que el mayordomo estuviera abriendo ya las grandes ventanas de su elegante habitación. La luz entró y le acercó una bandeja con el portátil. A los actores les llevaban el desayuno; a él el portátil ya encendido, con conexión excelente al wifi ese pese a los muros viejos de la casa vieja y con su pagína favorita ya abierta: en ella José Cretario en el conferionario de sus dominicales chisporroteos decía que 'hasta 60 bandas se han ofrecido a las Siete Palabras para sustituir a la del misterio que se ha disuelto'. Horreur pensó en un francés mal estudiado. Ya una vez esta cofradía de sublime misterio se había postulado como desdicha. De pronto el niño despertó. Él no tenía mayordomo.