Me encanta esa Cataluña como mal electricista que no corta los cables sino que los retuerce y a España le cabrea luego las chapuzas que descubre cuando ha pagado la factura y el electricista se ha perdido silbando barretina en mano camino de otro Belén en el que cagar. Cataluña me encanta con sus catalanes y sus charnegos, allí, tomando el sol en una ciudad que miro con admiración y miedo, que me encanta. Ahora ya no se lidiarán toros, que lo han decidido así los catalanes. La ciudad se verá desde arriba salpicada de torres negras cayéndole todo el sol que puede caerle y se escuchará aquello del gol colectivo en el Camp Nou, a lo lejos, con una iluminación espesa de sudor y nacionalismo. El sentimiento ese del 'más que un club'. En sus cosas Barcelona se basta y se quiere bastar. Y tiene todo el derecho del mundo a bastarse, a reinvindicar su historia o, incluso, a inventársela. A ver quién está aquí en condiciones de ponerse a tirar piedras. Puntos suspensivos.
Barcelona es terreno abonado para las setas blancas y rubias, despistadas, carne de carterista, barrio de putas y sombras en verano, comida rápida, modernismo y cimientos claros y romos, árboles y mimos, tiendas y coches. Cuestas, puerto y pasarelas de madera, con Colón simpático, arriba y canoso. Barcelona es la geometría del metro, la Diagonal y el Paralelo, la cuadratura de su círculo que pocos entienden y menos quieren entender. Pero Cataluña es mucho más o tal vez no tanto. Sus políticos y España orbitamos en torno a Barcelona y les negamos los inventos, cercenamos la imaginación grandiolocuente y megalómana de una ciudad, una región, un condado, una nación, un país (alguien dijo, incluso, un reino) capaz de todo. Hasta de jugar partidas de póquer con una pareja y ganarlas. Algo muy parecido a ir de farol. Quizá porque a España le falten esas luces, vamos y le compramos a Barcelona (quien dice Barcelona dice Cataluña) su basura y nos traemos a Pilar Rahola, que es algo así como la escoria del discurso catalanista y Barcelona se hace parlamento, escaños rojos en madera noble, preciosos, dando de comer al hambriento, la Biblia en una mano del mesías Tarradellas (o Gaudí) y el hisopo en la de los monaguillos de Izquierda Republicana de Cataluña bendiciendo ese periodo sin corridas de toros en Barcelona. Monseñor Montilla, que es del PSOE está bebiendo vino y medio blogger echa chispas. Vengo de leer a mi amigo K. y concluyo que los taurinos parecen ahora los bous embolats.
Barcelona es terreno abonado para las setas blancas y rubias, despistadas, carne de carterista, barrio de putas y sombras en verano, comida rápida, modernismo y cimientos claros y romos, árboles y mimos, tiendas y coches. Cuestas, puerto y pasarelas de madera, con Colón simpático, arriba y canoso. Barcelona es la geometría del metro, la Diagonal y el Paralelo, la cuadratura de su círculo que pocos entienden y menos quieren entender. Pero Cataluña es mucho más o tal vez no tanto. Sus políticos y España orbitamos en torno a Barcelona y les negamos los inventos, cercenamos la imaginación grandiolocuente y megalómana de una ciudad, una región, un condado, una nación, un país (alguien dijo, incluso, un reino) capaz de todo. Hasta de jugar partidas de póquer con una pareja y ganarlas. Algo muy parecido a ir de farol. Quizá porque a España le falten esas luces, vamos y le compramos a Barcelona (quien dice Barcelona dice Cataluña) su basura y nos traemos a Pilar Rahola, que es algo así como la escoria del discurso catalanista y Barcelona se hace parlamento, escaños rojos en madera noble, preciosos, dando de comer al hambriento, la Biblia en una mano del mesías Tarradellas (o Gaudí) y el hisopo en la de los monaguillos de Izquierda Republicana de Cataluña bendiciendo ese periodo sin corridas de toros en Barcelona. Monseñor Montilla, que es del PSOE está bebiendo vino y medio blogger echa chispas. Vengo de leer a mi amigo K. y concluyo que los taurinos parecen ahora los bous embolats.