La película se lleva un aroma a personaje, un amor flotando, un enamoramiento sincero y eterno. Un ver más que no llega, un peso de ritmo, un lamentarse de que esto no fuera cine español. ¿Lo malo? Que Benjamin sería así de lila por culpa de la Guerra civil, revanchismo progre de paniaguado. ¿Lo bueno? Que nos hartaríamos de verle las tetas a Anne Bancroft. Aunque con ello la sutil tensión sexual no sea sutil y los preciosos fotogramas de Robert Surtees no serían ni preciosos ni eternos sino vulgares, toscos y obvios. Pero nos hartaríamos de verle las tetas a Anne Bancroft, que es lo que todo hijo de vecino se quedó con ganas de ver en El graduado. Tiranta blanca, marca sin moreno, piel sin sol, eso de los valores del mucho follar, como siempre, pero cuidando las formas. Cómo cambian los tiempos. Cómo no enamorarse así de un personaje así. A mí el amor me empezó con películas inofensivas como Sissi emperatiz —cómo no enamorarse allí de Romy Schneider— y me siguió conforme subía la maldad del cine que iba pudiendo ver. A mi abuelo supongo yo que la que le gustaría sería Rita Hayworth pero yo a esa no le encuentro el amor. Mejor, mucho mejor, Paulette Goddard en Tiempos modernos, pobre, sucia y viva, calzándose sus patines, de noche, en los grandes almacenes que vigila su marido. El personaje, siempre el personaje. ¿Quién se resiste a los cuernos consentidos de Anne Byrne Hoffman en Manhattan? Sumisión y conversación de distancias cortas, elegancia y personaje deseable. Los cuernos. Como los que bien ponía Anne Bancroft en extremidades. Siempre el personaje, nunca la actriz, que eso es torpeza en el gustar. El celuloide ha propagado el amor y creo que me ha confundido el gusto. Aunque ya lo traía yo algo trastocado de algún que otro libro, lo del celuloide para estas cosas es asombroso. Evocador y frustrante —siempre el personaje, nunca la actriz—, el amor, la pasión por el personaje, como el de Olivia Newton John en Xanadu o el de Terry Farrell en las cuatro primeras temporadas de Becker. El amor, siempre, por el personaje. ¿Por quien es o por lo que es? Por las dos cosas, claro, que no son pocas. Por las dos entregas de Instinto básico. Ahí, si de personaje se trata, la Stone de la segunda supera con creces la pasión ciega de la primera. O la Holly Hunter de Crash. O la Winslet que sobrevivió a la patochada de Titanic para que ahora la podamos disfrutar en El lector. Siempre el personaje, eh. El olor que no nos llega, el tacto que no percibimos, la respiración que no nos quita: el personaje. El afortunado hallazgo, el engranaje perfecto de un guión y un reparto hechos el uno para el otro que no siempre se da y por eso de quien hay que dejar cosido el amor al acostarnos es del personaje. El personaje. El personaje y su sombra de cine que te hace a ti protagonista una hora y media de tu vida cuando se te apetece. O más, o menos. El cine no se cronometra; se ve al peso.