Me acabo de reencontrar mínimamente con las ganas de escribir en el blog. Agradable y abultada tertulia en la Casa de hermandad de los Estudiantes. Y muy española; porque estábamos 20 de cháchara y uno trabajando: como tié que ser. Lástima que con los quehaceres propios y un ordenador en la U.C.I., un buen contertulio se haya abstraído entre matrices, llamadas telefónicas y torres de un irreal ajedrez navideño.
La Casa de hermandad de los Estudiantes está ahora deliciosa entre archivadores, enseres, vitrinas y mesas para trabajar. Entre los esfuerzos de la cofradía de hace 40 años y las novedades y ampliaciones de hoy. Entre los papeles custodiados y los que están pendientes de ser enviados. Y entre tanto tiene espacio para un Nacimiento. Vive ahora su momento de gloria que pocos sabemos ver. La mayoría crece engañada por la amplitud, por la estancia vacía, en definitiva. Yo, en cambio, como digo, veo la gloria donde otros se asfixian.
Cuando a Eduardo del Rey Tirado lo designaron para pregonar la Semana Santa de Sevilla, en su leída Taracea escribió que, para que fuese suyo, haría como la osa con el osezno: lamerlo una y otra vez... Entiendo que esto es lo que hacen casas de hermandad como la de los Estudiantes. Es una labor lenta, diaria, callada, efectiva. Aquí todo es cofrade. Hasta la botella de Fanta que la más pequeña de las hermanas se estaba bebiendo esta noche. Si el roce hace el cariño, que dicen, entiendo que la única manera que hay de que alguien aprenda a querer a su hermandad (la aprehenda) es que la roce. Y, para ello, muchas veces, deberá apartar alguno de los enseres para poner la carpeta del instituto, el bolso, o el abrigo. Cuando veo una Casa de hermandad con halógenos en las vitrinas, con salones de actos y un despacho para cada oficial; cuando veo que tienen todo perfectamente ordenado y separado, distanciado del hermano, entiendo que en el camino se han dejado lo más importante: la vida.
Si al lado del estandarte una noche de noviembre uno no ve un paraguas, es que está en un museo pero no en una casa de hermandad. Del mismo modo que si en la mesa en la que el Secretario tiene preparados los sobres no hay un par de chaquetas en un extremo, no estaremos en la mesa del secretario de una hermandad sino en la de un funcionario. En cambio, cuando en una casa de hermandad se aprecian los signos del día a día, el desorden de las muchas manos y en su ambiente se respira el mismo aire que otros hermanos están respirando, sabemos que formamos parte de algo. La diferencia está en serlo o en parecerlo. No hay lugar para el engaño. Y cuando se es, uno enseña sin necesidad de; una casa de hermandad vivida educa y enseña a amar a la cofradía. Rozándola. No viéndola tras unos cristales. No leyéndola. No. Apartándola para que nuestra vida se mezcle con su vida y así hacerse uno con la hermandad. En esto, o hay ganas de hacer vida de hermandad o no las hay. O la hermandad gana (si hay ganas) o pierde (si no las hay) pero no hay lugar para empates. Como digo, a la hora de vivir, o ganas o pierdes.
La Casa de hermandad de los Estudiantes está ahora deliciosa entre archivadores, enseres, vitrinas y mesas para trabajar. Entre los esfuerzos de la cofradía de hace 40 años y las novedades y ampliaciones de hoy. Entre los papeles custodiados y los que están pendientes de ser enviados. Y entre tanto tiene espacio para un Nacimiento. Vive ahora su momento de gloria que pocos sabemos ver. La mayoría crece engañada por la amplitud, por la estancia vacía, en definitiva. Yo, en cambio, como digo, veo la gloria donde otros se asfixian.
Cuando a Eduardo del Rey Tirado lo designaron para pregonar la Semana Santa de Sevilla, en su leída Taracea escribió que, para que fuese suyo, haría como la osa con el osezno: lamerlo una y otra vez... Entiendo que esto es lo que hacen casas de hermandad como la de los Estudiantes. Es una labor lenta, diaria, callada, efectiva. Aquí todo es cofrade. Hasta la botella de Fanta que la más pequeña de las hermanas se estaba bebiendo esta noche. Si el roce hace el cariño, que dicen, entiendo que la única manera que hay de que alguien aprenda a querer a su hermandad (la aprehenda) es que la roce. Y, para ello, muchas veces, deberá apartar alguno de los enseres para poner la carpeta del instituto, el bolso, o el abrigo. Cuando veo una Casa de hermandad con halógenos en las vitrinas, con salones de actos y un despacho para cada oficial; cuando veo que tienen todo perfectamente ordenado y separado, distanciado del hermano, entiendo que en el camino se han dejado lo más importante: la vida.
Si al lado del estandarte una noche de noviembre uno no ve un paraguas, es que está en un museo pero no en una casa de hermandad. Del mismo modo que si en la mesa en la que el Secretario tiene preparados los sobres no hay un par de chaquetas en un extremo, no estaremos en la mesa del secretario de una hermandad sino en la de un funcionario. En cambio, cuando en una casa de hermandad se aprecian los signos del día a día, el desorden de las muchas manos y en su ambiente se respira el mismo aire que otros hermanos están respirando, sabemos que formamos parte de algo. La diferencia está en serlo o en parecerlo. No hay lugar para el engaño. Y cuando se es, uno enseña sin necesidad de; una casa de hermandad vivida educa y enseña a amar a la cofradía. Rozándola. No viéndola tras unos cristales. No leyéndola. No. Apartándola para que nuestra vida se mezcle con su vida y así hacerse uno con la hermandad. En esto, o hay ganas de hacer vida de hermandad o no las hay. O la hermandad gana (si hay ganas) o pierde (si no las hay) pero no hay lugar para empates. Como digo, a la hora de vivir, o ganas o pierdes.