De toda la vida. Crecí con él como hicieron mis padres y como, graciosamente crecen mis sobrinos. Y si normalmente impera la vía materna, esta es de las pocas preponderancias de la paterna. Que yo tenía unos abuelos que eran más del taco Myrga y otros que eran más de éste del Corazón de Jesús y a la vista salta cuál ha perdurado en la liturgia del día a día.
A mi padre corresponde el honor de oficiar de maestro de ceremonias y adelgazarlo, de arrancarle las hojas, lo que algunos días puede hacer ese ojo derecho en forma de caprichos concedidos con que se aproxima en brazos. Yo, en cambio, soy de leer por adelantado, furtivamente, provocando oquedades fácilmente identificables y reconocibles en su perfil. Mi madre es más de darle vueltas a la cita, la frase o la reflexión del día durante el desayuno y mi cuñado de repasar el exótico y muy variado santoral. Mi hermana quisiera arrancar algunas hojas pero adopta mis hábitos como propios. Tal vez heredase yo de ella.
Hay cosas sin las que me resisto a vivir; la prensa diaria y el taco del Corazón de Jesús. Siempre han estado ahí y no hay día que el uno y el otro no sigan estándolo, por duro que sea, para tranquilizar los fantasmas interiores y apaciguar la inquieta idea de que, sin mis costumbres, sin mis hábitos, me dejan desnudo e indefenso. Quien conoce mi casa, reconoce la cocina y cómo todo gira en torno a ella. Allí aparece rotundo, majestuoso, el taco que en la librería Pastoral, Marina siempre reserva a mi madre hacia el mes de octubre, que es bien preciado que se agota pronto y no reponen.
Entonces aguarda envuelto a la Nochebuena, que es cuando florece tímidamente aguardando ser colgado y deshojado como marca la tradición familiar de manera diaria, tal madrugada como en la que escribo. Desde allí contempla, consciente de su vida finita, el servicio que presta, la felicidad que aporta yéndole la vida en ello. Que día a día, por robusto que tal día como hoy amanezca, se va apagando, extinguiendo, menguando pese a que cueste creerlo. He visto muchos como el de este año ser descolgados la madrugada del primer día de enero y sustituidos por otro al que le pasará lo mismo.
Pero pese a toda esta felicidad diaria, hay algo que me inquieta en la absoluta certeza de que por muchos tacos que pasen por mi vida, agotándose unos tras otros, yo sí que terminaré por agotarme un día y ellos seguirán ahí. Y cuando yo no sea ni un recuerdo para ellos, su agotarse seguirá siendo infinito, a diferencia del mío, finito. Qué lección no escrita en el reverso de sus hojas y sí, más bien, en la caída de las mismas. De toda mi vida tomándola ya me la aprendí.
A mi padre corresponde el honor de oficiar de maestro de ceremonias y adelgazarlo, de arrancarle las hojas, lo que algunos días puede hacer ese ojo derecho en forma de caprichos concedidos con que se aproxima en brazos. Yo, en cambio, soy de leer por adelantado, furtivamente, provocando oquedades fácilmente identificables y reconocibles en su perfil. Mi madre es más de darle vueltas a la cita, la frase o la reflexión del día durante el desayuno y mi cuñado de repasar el exótico y muy variado santoral. Mi hermana quisiera arrancar algunas hojas pero adopta mis hábitos como propios. Tal vez heredase yo de ella.
Hay cosas sin las que me resisto a vivir; la prensa diaria y el taco del Corazón de Jesús. Siempre han estado ahí y no hay día que el uno y el otro no sigan estándolo, por duro que sea, para tranquilizar los fantasmas interiores y apaciguar la inquieta idea de que, sin mis costumbres, sin mis hábitos, me dejan desnudo e indefenso. Quien conoce mi casa, reconoce la cocina y cómo todo gira en torno a ella. Allí aparece rotundo, majestuoso, el taco que en la librería Pastoral, Marina siempre reserva a mi madre hacia el mes de octubre, que es bien preciado que se agota pronto y no reponen.
Entonces aguarda envuelto a la Nochebuena, que es cuando florece tímidamente aguardando ser colgado y deshojado como marca la tradición familiar de manera diaria, tal madrugada como en la que escribo. Desde allí contempla, consciente de su vida finita, el servicio que presta, la felicidad que aporta yéndole la vida en ello. Que día a día, por robusto que tal día como hoy amanezca, se va apagando, extinguiendo, menguando pese a que cueste creerlo. He visto muchos como el de este año ser descolgados la madrugada del primer día de enero y sustituidos por otro al que le pasará lo mismo.
Pero pese a toda esta felicidad diaria, hay algo que me inquieta en la absoluta certeza de que por muchos tacos que pasen por mi vida, agotándose unos tras otros, yo sí que terminaré por agotarme un día y ellos seguirán ahí. Y cuando yo no sea ni un recuerdo para ellos, su agotarse seguirá siendo infinito, a diferencia del mío, finito. Qué lección no escrita en el reverso de sus hojas y sí, más bien, en la caída de las mismas. De toda mi vida tomándola ya me la aprendí.