Píntame de un color a feria los lunares que ondulan las crestas. Adviértase el dosel triste, unos que van y los que vienen. Caminan los que pueden posarse como por arte de magia sobre esferas iluminadas. Uno detrás de otro, encadenados, cableados y el alambre.
Cansados y aburridos, las cofradías no son lo mismo para unos que para otros. Lejos de donde hay algo que ver sólo cabe entretener el dolor de espalda a chorreones de cera. Son las poéticas lágrimas de la devoción. Amistades bajo el antifaz y entretenimientos mientras el paso que va delante o el que va detrás (o los dos) se entretiene en algún alarde.
Antes difusos, en ésta confusos. Las lágrimas que no segrega caen afuera. Entereza de Jueves Santo y gloria de kilos que la contemplan, a ella, tan niña, tan entretenida mirando donde miran ellos.
Es la hora a la que cantan canarios. Las nubes se confunden y suben y la calle tiene un nombre precioso. Los canarios, en el patio, quieren ver cofradías. No salen, no pueden y cantan.
Ahora que hablan (con mucho ruido) de sus gestas, en la fotografía papelillos al fondo de un carnaval con olor a sangre y coloretes a borbotones.
Lo humano y lo divino, al fondo. Seres lejanos y difusos. Periferias santas a 48 horas de la Borriquita. Viene de su nombre, a quedarse donde los varales duermen. El hotel, la pensión, parada y fonda, amanecida y recogida. De un azul elegante.