19 de diciembre de 2009

Diástole de adviento

Dicen que no hay que perderla y que, llegado el momento, acaso sea lo último que se nos escape pero yo lo que vengo es a encontrármela todos los años tal día como ayer. Magnífica en las inmediaciones del trato personal, casi del tuteo, cara a cara, cuando deciden que baje a la tierra. Yo no le beso la mano. Le miro los dedos finos, finísimos, de su mano derecha y su cara. Nada más en ella merece la pena. Es una imagen mal vestida y con mal ajuar que de lejos no es, ni por asomo, lo que se puede ver en las esquinas de días como el de ayer. Otro día grande, a su manera, en la iglesia apagada de acordonada girola. Por su santo me siento extraño pero cumplo, sobre todo cuando desciende. La Esperanza atesora desde metáforas ridículas a lágrimas que sólo Ella sabe que son saladas y aunque le sobra todo lo demás -por sobrarle le sobran restauraciones- parece que no le falta nada. La Esperanza es una Virgen de Castillo que yo no he aprendido a querer como la quieren algunos y a la que yo no veo guapa como esos mismos y otros ven. Creo que en eso ha influido una serie de elementos externos de los que ni Ella ni yo tenemos culpa pero que ambos hemos venido a pagar. Aunque la deuda quedó saldada no hará ni cinco años cuando tuve ocasión de notar su aliento tal día como ayer pero de entonces. A mi hay cuatro vírgenes que me gustan y que, cuando las digo, parece que recito coplas como de Miguel Cid, con una cantinela casi familiar. A mi hay cuatro vírgenes que me gustan: la Virgen de los Desamparados, la Soledad, el Primer Dolor y la Merced de Pérez Comendador. Y añado hoy, porque así es desde hace cinco años o así, la Esperanza. Pero sólo, y de ahí la eventualidad de su presencia, tal día como ayer de cualquier año. Sobre todo si desciende. La Esperanza es otra en su santo. Y ponerse delante abruma por el peso de lo que lleva, de lo que supone, de lo que ha sido, de lo que es. Esas cosas que hacen pensar en lo que, pese a todo, será la Esperanza siempre. Cómo gana la Esperanza en las distancias cortas, que cuando regresa a la mesa a mí se me apagan las luces de este querer hasta el año siguiente mientras vivo de recuerdos.



A la Esperanza le sobra todo. Su paso de palio, su manto, el otro que tenía y que se vino de La Rinconada, la corona, las sayas, todo. Le sobra la orfebrería. Le sobra todo o se le queda corto lo que tiene. Y pese a todo, el envoltorio asfixiante no logra que la Esperanza no cuente con un cariño especial en Almería, muy de bar, muy de los setenta cuando, se dice, no dejó de salir como las otras. Desde hace cinco años o así creo saber qué tiene la Esperanza aunque sólo tal día como ayer de cualquier año desde entonces soy capaz de apreciarlo y saborearlo. Será que yo no he aprendido a quererla como la quieren algunos. Yo la veo fea cuando todos la ven hermosa y le veo unas carencias que a mi alrededor nadie parece observar cuando me acerco por su nuevo dormitorio. Pero tal día como ayer yo recupero siempre la Esperanza en un bendito don que me ha sido concedido. Una vez al año caigo de mi caballo al suelo estudiantil y tengo que acudir como uno más de esos cegados devotos a verle los larguísimos dedos, fugaces por breves, como cables de su mano derecha. Ese día, cada 18 de diciembre, tal día como ayer de cualquier año desde hace unos cinco o así ya, reconozco el corazón de la ciudad en la Esperanza. Cómo late distribuyendo vida, repartiendo la sangre que le llega constantemente, una y otra vez, incesante. Estuve tentado de ver en la Catedral este poder pero es obvio que la Esperanza es la Esperanza y el andamio que la cobije es lo de menos, aunque sea el futuro garaje, y a la Catedral este año le ha llegado la sangre de las cosas de Almería por las aurículas de su trascoro. Muy cerca, quiere la caprichosa Historia que desde hace treinta años se bombee desde San Sebastián largas colas de fieles en marzo por sus ventrículos, en un flujo de murmullos que suena a gloria en los dos días más importantes de las vísperas. Incluso vísperas de las Vísperas. Apenas tres meses de separación en el latido de la ciudad y la sangre bombeada de nuestras cosas hace grande una tarde de lluvia como la de ayer. Sístole y diástole de los almerienses para una Virgen que no necesita maquillaje para estar guapa, ni preocuparse por vestir bien para ser atractiva. No necesita unos zapatos elegantes para impresionar ni complementos que la estilicen como necesita una cara, un cuerpo o unos pies. La Esperanza es mucho más que eso, es, sencillamente, el corazón que da vida a todo.

Fotografía: Dani Pérez