5 de abril de 2010

Una avaricia sin consuelo

Es tan blanco el tiempo en su mente, tan espeso el miedo, tan densos los horrores y tan abiertos los ojos que la luz es un peligro que acecha en forma de terrores. Se van, se me van, se me están yendo y no puedo meterle plomos en los bolsillos, piedras en sus caminos, chinas en sus zapatos. Ay, Dios mio, que se me están yendo (malditos seais minutos que me robáis la vida). Que me crecen, que se me entristecen los cajones, las puertas, las mesas. Que los armarios me escupen, que no hay escalones suficientes que os cansen, que arriba está la vida y vais. Que no quiero que vayáis y vais. Que abajo dejáis las vidas, crisálidas del afecto, la sillita plegable y una terapia que resucita a un muerto pero acobarda. La vida te deja acobardado asomado a los barrotes de la celda en la que cumples la condena antigua de la vida y las sombras hoscas que atemorizan, el fuego en la gruta, los fantasmas, la inseguridad, las certezas, los errores, las piedras en tus zapatos que son suyos, son el cáliz que no quieres dar a beber, el néctar de la vida, dulzón y cálido que los atrae. Todo eso, ese imán de la naturaleza que te los agranda y esa mística de Ávila de por vida en tus entrañas. Ay, sin consuelo aunque Aquella tenga hasta palio. La miro -las miro- y me apoyo. Así vamos tirando. A Ella se lo mataron y en primavera tiene tiempo para una sonrisa. Y es que yo soy millonario y de la mano me vino la avaricia.