Me estaba comiendo un potaje de garbanzos con perejil de unas macetas que tiene aquí mi madre, en el patio, y me he acordado yo, sin venir a cuento —o sí— de la vida que tenía la rambla del Obispo Orberá cuando yo era pequeño, o chico. O eran los ochenta, como prefieran. Si es así me coje la memoria y traza ella la recta que me lleva a una ciudad luminosa en la que crecí cobijado bien y a la que le recuerdo los últimos coletazos tardofranquistas en usos y costumbres desaparecidas pero cuyo recuerdo se me aparece a diario con una sábana y una cadena. Por recordar recientes las cosas que ya se han perdido yo me acuerdo de los maceteros en las esquinas del Paseo que puso allí Paco Gómez Angulo. Como me acuerdo de los redondos y blancos cascos de los municipales motorizados. Y si de municipales se trata, me acuerdo de las pequeñas islas sobre las que dirigían el tráfico. Mucho he preguntado y nadie ha sabido decirme cómo se llamaban y ahora me acuerdo de una muy cerca del quiosco Amalia. Y me acuerdo, como hoy, de la rambla del Obispo Orberá.
La rambla del Obispo Orberá tenía sus puntos álgidos de ciudadanía y, cómo no, de recuerdos. Yo le tengo tres a esa rambla: calzados Rumbo cuando aquello era como era antes de la reforma de antes de venirse a la calle Ricardos, el otro un quiosco breve y verde enfrente del Teatro Apolo, oscuro y con un olor carácterístico que nunca he olvidado, donde compraba caramelos Sugus y la esquina de la rambla con la circunvalación de la Plaza. Eso estuvo así hasta ayer, es cierto. Pero parece que es más; tanto que ya hay quien piensa que del parking se ha salido siempre por ahí. Se le perdió a la calle la arboleda y se le perdieron tantas cosas que yo ahora me lamento como se lamentarían los nostálgicos de un entonces anterior a mi entonces cuando quitaron otras para poner las mías. Lo que pasa es que yo tengo blog y mi padre paga internet y en el entonces de los de entonces esto no existía y mi padre no había encontrado trabajo aún para tener algo con lo que pagarme internet.
En la calle o en la acuarela antigua —ya confundo— ahora la farmacia de entonces es una frutería y los quioscos son escaleras y cemento. Ahora ya no se venden flores ni macetas ni se toma el café de pie. Ni siquiera se venden libros usados ni dejas una novelita del oeste de aquellas de la editorial Cliper y te llevas otra. Eso ahora es paso, tránsito y poco más. Entonces era igual pero con un poco más de estarse. Y de estarse bien. Yo lo recuerdo ahora gracias a acuarelas desfasadas llamadas a testificar en un juicio que la memoria siempre acaba perdiendo. Tampoco se venden pollos, que primero eran amarillos y luego los vendían de colores. Se ponía allí alguien a venderlos y a vender galápagos. Pero eso ya no es. La esquina ha cambiado. Aunque hay algo que no le cambia a la esquina/calle: los bazares. El Navarro que sigue vendiendo cestas de palma, sombreros, cerámica y cazuelas de barro y, enfrente, el Martínez y sus flotadores en los toldos perennes. La calle ahora es poco con las obras de la Plaza pero yo quiero que lo sea ya, lo que fue, digo. O lo que le recuerdo yo a la calle. Por ser, ahora es (o tiene) un nombre por el que nadie la llama y que yo ni siquiera sé quién fue. O es. Esta mañana pasé por ahí. Cuando llegué a casa el portal olía a comida. Yo me había fijado en el nombre sin darme cuenta. ¿Conclusión? Sí venía a cuento lo de acordarme de la vida que tenía la rambla del Obispo Orberá cuando yo era pequeño, o chico, mientras me comía el potaje de garbanzos con perejil de unas macetas que tiene aquí mi madre, en el patio.