No había juguetes en el cielo, sólo olas y espuma y una luz de soledad pero ya era tarde para echarse atras. Apuramos un cigarro bajo la argolla de Primo de Rivera y emprendimos una marcha sincera hacia las luces del fondo. Los dos se tenían que contar cosas y no lo sabían, decía la gente al verlos pasar. Luego cuando el periódico dio la noticia un redactor tuvo que preguntarle a la gente y la gente dijo eso. Se lo contaron todo, se escucharon el uno al otro antes de aparecer flotando, hinchados y tristes mientras unos buzos los encontraban cerca de la boca del río que apenas salía con un hillo de voz que le bajaba con sabor amargo de naranjo amargo. Yo me enteré luego que era uno de esos que aparecieron flotando. La piel mía apareció mordisqueada por unos animalillos muy parecidos a los peces pero de una voracidad infinita. Así me tendieron, faltándome una piel muy seria que me miraba desde el otro lado. Las luces seguían lejos y en el cielo ni los militares conseguían que jugaran las cruces de luz y tiempo. Así que los dos se llegaron al destino arrimándose la miseria de sus corazones. Yo ya hablo de ellos y no de mí por aquello de ilusionarme. Pero fueron barriendo penas y en un descuido, mi amigo metió debajo de una alfombra una enorme montaña de aquellos polvos que trajeron estos lodos. Por eso a los buzos les costó más dar con los cuerpos, enterrados precipitadamente por la madre naturaleza. Yo fui el primero en aparecer; mi amigo se hizo el remolón entre el fango. Se peinó para la ocasión y le llevó su tiempo aquella estética elegantemente ácrata de sus oposiciones. Cuando salió le recitó al buzo diez o doce artículos de alguna ley que le pudieran interesar al buzo. Porque mi amigo era de recitar muy al uso lo útil, claro, no lo inútil. Y se nos llevaron en un coche cuando ya era de noche. Un par de verdades nos dijmos aún antes de llegar al instituto anatómico forense y todo el pescado quedó vendido en el mercado de enfrente.