Para el cadáver honores. Le ondeen los soldados las bragas a media asta por tres días, que lo decreta la situación y sean sus colores de hoy lo que el día le deja a la esquina sin arañas. Me jueguen los milicianos a la rayuela en las losas del primer piso, el mismo desde el que mira el vecino rechoncho de siempre, a la hora de siempre, con su zumo de siempre, el de pomelo, amargo como siempre. Un vecino avecindado y cotilla, obsoleto, que mira siempre la ceremonia expeliendo sales, apaciguado entre la ropa tendida. Bragas a media asta y orden ministerial para que también hagan lo propio los calzoncillos. Así que el protocolo, los honores militares manda a los capitanes abandonar la cantina y compartan el tabaco. Los honores mandan y las ceremonias más; los hombres obedecen. Así que cuando a la ratita presumida le preguntaron en la tienda si dentro de la bolsa dijo que sí, que dentro de la bolsa mejor. ¿No te lo llevas puesto? No, claro. Y así la ratita presumida barrió luego el zaguán de su casa y allí sólo había migas de pan que un par de palomas despistadas apuraban dándole al suelo picotazos sin misericordia. Así estaba el suelo. Y así estaban las palomas, dos palomas de sol y plumas grises, y así estaba el patio todo en él migas de pan y un mundo que se les iba viniendo encima a las palomas entrando por el zaguán. El vecino lo veía venir. Aunque bebía zumo de pomelo por las mañanas, por la noche comía pan y dejaba allí las migas. El patio fue la ratonera para la risa satisfecha del que mató dos pájaros de un tiro. Para eso quería a los soldados. Ellos fueron los que apretaron el gatillo. Ni siquiera él sería capaz de tanto aunque a la palabra se le confundieran las vocales.