Va bajando, muy despacio, sobre un cielo de ciudad con las calles que a veces no le pertenecen. Ahora mismo no son suyas pero lo serán, se lo saben ambos ese papel que les toca representar y uno que siempre lleva un par de azucarillos en el bolsillo lo sabe y lo apacigua con la mano de siempre, en los sitios de siempre. La cabeza siempre fue la entrada de la calma y muchas veces no le siento la mano presente pero cuando sí la calma regresa. Y él sube la cuesta con sus dos azucarillos y su traje, de domingo, de misa, de botones dorados de cuando los trajes llevaban botones dorados o sin esos brillos de cuando esos brillos no hacía falta que cegaran. Pero la mano ya viene y yo la huelo y las calles otra vez parece que empiezan a ser mías. Todavía me queda, le miro los ojos que son un agua sensata y muy presente que a veces se le desborda y me tengo que reír de la pura paz. Pero no pasa siempre. Se le caen sobre el pañuelo un par de lágrimas que es así como lluvia sobre Capellades cuando también llovían bombas o almerienses a la carrera, cerro arriba, rambla inversa, pavor y bombas y AZAÑA fue la contraseña que evitó las muertes. Lo sé porque me lo contaba y ahora he sentido así como su mano, su paz, su calma, tan lejos de los discursos que algunas noches leo de Azaña en libritos efímeros. Le tiro la memoria porque escribo donde dormía y a mí me gustaría hablar con él y que me me contara otra vez cómo iba a la Puebla de Vícar en bicicleta y entonces yo le dijera cosas y él me hablara de Julio Robles y el Niño de la Capea, que eran los dos últimos toreros que le gustaron. Y yo opinase de toros sin saber que algún día Televisión Española dejaría de echarlos mientras era por la tarde. A mí me gustaría ahora hablar con él de eso y otras cosas. Saber del nombre de Pilar. Y mearnos otra vez juntos pero en otras tapias. Saber de la vida. Yo echo mucho de menos lo que tuve y lo que me perdí. Ahora me contento a regañadientes con la miseria de un blog. El rato que he empleado en escribir esto me he acordado de tantas cosas que ahora no sé si mereció la pena abrir según qué páginas. La suerte es que la tinta la llevo ya verde, como los tatuajes de los hombres que yo veía pescar en el puerto cuando me llevaba de la mano a hablarme de las cosas que yo ahora le recuerdo. Y allí sabía yo de las cosas de la mar y la pequeñez de los hombres ante ella, de la demanda de la tierra pero la imperiosa necesidad de mar. Cuando aún quedaban olores de calafates que yo veía sorprendido de la utilidad de lo obvio. De cómo viajar en tren gratis a cambio de tres años de tu vida y esas cosas. De cómo perder una guerra que ni le iba ni le venía pero al menos se vino a ganar todas las batallas que se le plantearon, y se mandaba cartas con el ministro que luego guardaba en el bufete que olía a magdalenas y torrijas. Yo ahora le dejaría leer el periódico, me sentaría a su lado —y enfrente don Diego, claro— y les preguntaría. Porque así, aunque la calma a veces me llega, yo es que no los escucho.
O no los quiero escuchar. Cuando lo sepa, veré.