Esas comidas de hermandad de clavel y verso, de rapsoda, de glosa a los postres y cigarrito en todas las circunstancias, de abrazos y palmas ya serán menos eso porque ya no se puede apurar el pito. Ni siquiera encenderlo. El tabaco, a la usanza de los cofrades, se acaba por obra y gracia del buenismo este que lleva la izquierda siempre asido. La mañana, o la tarde, o la noche siguiente a un cabildo de lo que fuera era un olor a cofradía antigua que en verdad era a tabaco y papel encima de las mesas con unos ceniceros que han sido los testigos mudos y calientes de lo que las cofradías reempezaron a ser en los setenta. Antes no había ni casas de hermandad aunque el tabaco era el de otro tiempo. Pero las cofradías yo me vine a conocerlas cuando a la Rambla aún le quedaban puentes y la estampa en rampa por los Olmos era la de las noches de invierno al frío de balcón que se iba cayendo a tus pies en la plaza de Bendicho para que fumaran los que tenían que fumar sin abandonar esos cabildos largos de oficiales, que son estampa del pasado. Casi de cuando en la cuesta había una tapia. Como si la Ley hubiera traído una plaza. Y los cofrades dados al cigarro negro abandonaban la sala entre bordados nuevos que en el Prendimiento querían conservar libres de humos que no fueran de Bellido. Ellos fueron los precursores, adelantados legalistas a su tiempo, interpretación cofrade de esa Ley que ahora empuja a pasar frío. Las amantes del rubio en otro sitio, otras tardes. Pero ahora, con la Ley esta, las comidas de hermandad no dejarán fotos como las de antes, cuando la calada te llegaba hasta el dedo gordo del pie derecho. Lo mismo es porque el Club de Mar tampoco está donde estaba y sólo le queda a las cofradías comer o cenar en el Capitol que si es igual. A nuevos restaurantes, nuevos hábitos.
10 de enero de 2011
Tabaco y pies mismo
Esas comidas de hermandad de clavel y verso, de rapsoda, de glosa a los postres y cigarrito en todas las circunstancias, de abrazos y palmas ya serán menos eso porque ya no se puede apurar el pito. Ni siquiera encenderlo. El tabaco, a la usanza de los cofrades, se acaba por obra y gracia del buenismo este que lleva la izquierda siempre asido. La mañana, o la tarde, o la noche siguiente a un cabildo de lo que fuera era un olor a cofradía antigua que en verdad era a tabaco y papel encima de las mesas con unos ceniceros que han sido los testigos mudos y calientes de lo que las cofradías reempezaron a ser en los setenta. Antes no había ni casas de hermandad aunque el tabaco era el de otro tiempo. Pero las cofradías yo me vine a conocerlas cuando a la Rambla aún le quedaban puentes y la estampa en rampa por los Olmos era la de las noches de invierno al frío de balcón que se iba cayendo a tus pies en la plaza de Bendicho para que fumaran los que tenían que fumar sin abandonar esos cabildos largos de oficiales, que son estampa del pasado. Casi de cuando en la cuesta había una tapia. Como si la Ley hubiera traído una plaza. Y los cofrades dados al cigarro negro abandonaban la sala entre bordados nuevos que en el Prendimiento querían conservar libres de humos que no fueran de Bellido. Ellos fueron los precursores, adelantados legalistas a su tiempo, interpretación cofrade de esa Ley que ahora empuja a pasar frío. Las amantes del rubio en otro sitio, otras tardes. Pero ahora, con la Ley esta, las comidas de hermandad no dejarán fotos como las de antes, cuando la calada te llegaba hasta el dedo gordo del pie derecho. Lo mismo es porque el Club de Mar tampoco está donde estaba y sólo le queda a las cofradías comer o cenar en el Capitol que si es igual. A nuevos restaurantes, nuevos hábitos.